Borges, por su parte, le dedicará al ajedrez un poema en el que alude a la noción de un Dios jugador, al universo como tablero y a los seres como sus piezas. Así, el mismo jugador de ajedrez no es otra cosa que una de las piezas de Dios que permanece prisionero dentro de un tablero conformado por casillas de negras noches y de blancos días.